Alejandro Fernández es un politólogo al frente del Partido Popular catalán: figura escenarios, tiene afán de conceptualizar. Deslizó en su proclamación que quiere encarar el “post-procés“, tiempo en que se “volverá a la política de las ideas, más allá del sentimiento nacional”, me dice una fuente que le conoce bien. No le falta creatividad. Cree además que puede esquilmar a Ciutadans, vuelco que tampoco ampliaría el 53% para derribar a las fuerzas del procés. “Se trata de captar votantes de la derecha, el centro-derecha, que actualmente no votan por ideología, sino por sentimiento”, insiste mi interlocutor. Esto es, ¿superar el espectro indepe? Abróchense el cinturón.
Y es que desde hace tiempo planea una tesis sobre que existe una masa de voto moderado en Cataluña que podría quebrar el espíritu del 1-O cuando baje el “souflé”: ¿Dónde está la derecha nacionalista autonomista? Sí, esa que cree en la menor injerencia del Estado en la vida económica y propugna la libertad individual, mientras aboga por un catalanismo que no separe de España, que no lleve a la confrontación. Esa CiU extinta que quiso atrapar Inés Arrimadas en las elecciones del 27-S de 2016 –neoconvergencia, lo llamé– pero que no se ve en medio de la confrontación.
La intuición diría que ese voto se resigna diluido entre el PDeCAT y Junts per Catalunya, cuyas bases derribaron primero a la moderada Marta Pascal; y luego, los ciudadanos ratificaron a Carles Puigdemont. De hecho, hay un sector de cuadros del PDeCAT que parece dejar en standby el procés, bajo la creencia que haya nicho en un espectro anterior al “derecho a decidir”. “De momento la Crida no ha conseguido agrupar a todo el independentismo. Para mí, lo que necesita el país es un partido de centro, catalanista, con vocación de gobierno. Y esto quien mejor lo representa es el PDeCAT” llegó a deslizar el exportavoz Carles Campuzano en el Congreso, hace unos días sobre la fusión con el nuevo artefacto de Puigdemont.
Sin embargo, a la luz de los resultados de Unió –que se desgajó de CiU por los giros de Mas en 2012– tal vez el ideario autonomista no sea reversible para el sentir mayoritario del independentismo, tendiendo a una minoría electoral– aunque hay quien ve su encarnación en el “bilateralismo” de ERC. El politólogo Jordi Muñoz sostiene que el independentismo se ha convertido en el eje estructural, como en otro momento fuera el catalanismo, por efecto substitución. Eso haría difícil a priori escapar a la autodeterminación como eje rector del tablero político, más allá de la voluntad de los cargos de partido de dirigir el timón.
Así las cosas, no se equivoca Fernández sobre que PDeCAT y JxCat han renunciado a una vocación de oferta estrictamente liberal –proyecto que quiere encarnar el PPC. Es así, al menos, en tanto en cuanto dichos partidos posponen su ideario a la construcción del Estat català, mientras forjan una nube de entes subalternos como el Consell de la República, donde las fronteras entre las instituciones políticas y la calle se funden –véase los lazos amarillos, las manifestaciones sempiternas de la Diada, el 9-N, el 1-O, los presupuestos con ERC y la CUP…
El hecho es que desde mucho antes de 2017 podría decirse que CiU y el PDeCAT tuvieron muy minoritario el ideario liberal. La prueba es que Mas trató de superar la crisis económica reclamando más Estado primero, y un Estado luego, para sufragar la bancarrota administrativa y social, tras aplicar la austeridad. “No teníamos ni cómo pagar las nóminas de los funcionarios” dicen quienes conocen la visita de Mas a la Moncloa donde pidió el pacto fiscal a Mariano Rajoy. Esta, una deriva que el Govern acentuaría con medidas de rescate como la ley de pobreza energética o ley antidesahucios, que el Ejecutivo llevó al Tribunal Constitucional.
Ya en 2016, durante una cena en Madrid con un antiguo colaborador de Mas, interpelé a su equipo sobre por qué el nuevo PDeCAT dejaba todo ese espacio de voto a su derecha, promoviendo ese giro social. Se insinuó que el tablero político venía muy condicionado por el proceso soberanista –el “Estat propi” también puede entenderse como una huída utópica, a modo de Estado social. Es más, al votante clásico de Convergencia no le habían gustado los recortes. Incluso, cabe recordar que ERC lideraba las encuestas ahí –ya tal–.
Sin embargo, aunque el espectro de derecha autonomista se prefigure pequeño en términos electorales, Fernández tiene intuiciones válidas sobre la vuelta a un cierto grado de normalidad, o menor conflicto: el post-procés. No se veía en Cataluña desde hacía tiempo una huelga como la de médicos prevista a final de mes, no contra el Estado, sino contra la Generalitat. Ahora bien, los independentistas no descartan las elecciones autonómicas para después del juicio al 1-O, lo que acentuará la división y pospondrá el fin de los bloques. Tanto tiempo, que a veces es difícil de imaginar, si no es mediante el ascenso antes de una suerte de Tripartit.
A la sazón, hay un dato que a menudo no se contempla cuando se busca romper la lógica de los bloques. Esto es, entender que el independentismo es más que un movimiento político, es también un proceso de socialización, de identidad, de comunidad, del igual. No se entendería de otro modo, que el proyecto se retrate una y otra vez, y sus votantes no encuentren alternativa en el bloque opuesto –sino en opciones cada vez más radicales–. Quizás PP, PSC y Cs deberían abordar primero la perspectiva de la identificación, la socialización, que origina el estancamiento, y luego pensar las ofertas. De eso hablaremos en próximos artículos, más extendidamente.
*** Sobre la relación entre el procés y la maquinaria burocrática de la Generalitat, habla en más extensión la periodista Cayetana Álvarez de Toledo en este artículo.